En Purcuapà Magazine celebramos los espacios donde una puede simplemente estar. París como escenario, pero también como excusa para hablar de presencia, de belleza cotidiana, de lo que pasa cuando no pasa nada.
Un ensayo a medio camino entre paseo, confesión y acto de presencia.
Recuerdo los trayectos en el RER B como si fueran parte de un ritual silencioso. Me sentaba junto a la ventana, con los auriculares puestos y un libro que a veces no abría, sólo por el placer de llevarlo conmigo. Al llegar a París, pedía un café en Cuvee Noire (a día de hoy sigo echando de menos ese vaso de café con un angelito estampado), caminaba sin rumbo fijo y, si tenía suerte, encontraba algún museo donde pasar la mañana en calma, como si estuviera entrenando el arte de estar sola sin que doliera.
Durante un año, viví en una casa con jardín a las afueras de París, en Antony, rodeada de suelos de madera, una cocina grande y la rutina callada de una boulangerie que abría cada mañana. Tenía veinticuatro años y decidí que era el momento de irme. No porque estuviera persiguiendo algo muy claro, sino porque sentía que, si no lo hacía entonces, no lo haría nunca.
París siempre había estado ahí, como un deseo aplazado.
Así que fui.
Casi siempre me preguntaban qué estaba haciendo, con quién salía, si estaba conociendo a alguien, si aprovechaba cada fin de semana como si fuera una escena de cine. Y la verdad es que no siempre era así.
Lo que eliges mirar cuando nadie te mira
A veces iba al Petit Palais sólo para sentarme. Me gustaba el ritmo del lugar: tranquilo, luminoso, casi doméstico. Recorría las salas como quien pasea por una casa ajena y querida. Recuerdo una vez que me quedé mirando un rato largo el cuadro 'Jeune fille aux cerises', de Gustave Courtois. No lo conocía, pero había algo en la escena que me recordó a mí misma en los días tranquilos.
Esa sensación de estar sin hacer nada especial, pero estar del todo.
Me gustaba mirar los colores suaves, la calma de los rostros, los detalles mínimos que sólo se ven si te detienes un rato. Y allí, en medio del museo, yo también me detenía.
A veces salía del museo y cruzaba lentamente el Pont Alexandre III. Me gustaba pararme a mirar el agua desde el centro del puente, con la brisa en la cara y el tráfico a lo lejos. Seguía caminando sin rumbo fijo, y muchas veces acababa en el Musée d'Orsay. Allí buscaba las salas altas, las de los impresionistas, donde la luz entra por los ventanales y cae sobre los cuadros como si París también quisiera mirarlos. Me sentaba frente a Degas, o a un Monet menos famoso, y los miraba sin prisa. No porque entendiera de arte, sino porque quería quedarme un poco más con esa emoción difícil de traducir.
El Louvre era mi museo de los días largos. Me gustaba entrar por la parte de las esculturas, caminar por la Galería de las Cariátides y seguir hasta la Victoria de Samotracia. Siempre pasaba por allí, aunque no fuera el objetivo. Me impresionaba su presencia. Luego subía a las salas de pintura francesa del siglo XIX. Una vez me detuve frente a un cuadro de Ingres —no recuerdo el título— donde una mujer parecía mirar algo fuera del marco. Me quedé con la duda de qué estaba viendo. Me fui con esa pregunta.
Y aprendí que a veces también se puede salir de un museo con preguntas, no sólo con respuestas.
Caminaba mucho esos días. Desde el Louvre solía bajar por la Rue de Rivoli hasta la Rue Vieille-du-Temple, donde a veces me paraba en una librería o me tomaba un café. Y cuando quería cambiar de aire por completo, cogía la línea 1 hasta Charles de Gaulle–Étoile y hacía trasbordo a la línea 6, sólo por el gusto de ver la Torre Eiffel desde el metro. Era uno de mis planes favoritos para los días libres: subir hasta Montmartre, pasear entre escaleras y tiendas vintage, y acabar entrando en La ChineMachine, donde me gustaba rebuscar entre abrigos y vinilos, aunque no comprara nada. Me hacía sentir parte de algo.
De una ciudad que no pedía explicaciones.
Cuando subía a Montmartre, me gustaba pasar por la basílica, no por fe, sino por costumbre. Siempre encendía una vela. Era un gesto pequeño, pero con significado. Lo hacía pensando en mi madre. A ella le hacía ilusión cuando la llamaba y le decía que había encendido una vela, como si de alguna forma eso también la acercara a mí.
Había una crêperie pequeña cerca del Sacré-Cœur que descubrí la primera vez que vine a París con ella. Ese día, por casualidad, nos encontramos con una feria de quesos en un parque cercano. Recuerdo que nos sentamos al sol con un crêpe, una copa de vino blanco y un montón de risas tontas. Cada vez que volvía por esa zona, me acordaba de aquel momento. De nosotras dos, sin prisa, sin planes, simplemente contentas.
A veces, después de esos paseos, me bajaba andando por las escaleras de Montmartre y me perdía por las calles en silencio. París, desde allí arriba, parecía otra ciudad. Más pausada. Más mía. Y en ese descenso lento, entre farolas torcidas, paredes cubiertas de hiedra y el olor lejano a pan, sentía que el día ya había valido la pena.
Si no iba a Montmartre, solía comer cerca de Châtelet, en una boulangerie de la que nunca aprendí el nombre, me pedía un bocadillo y lo comía caminando. Los domingos, si hacía buen tiempo, me gustaba perderme por algún brocante, sin buscar nada concreto. Sólo paseaba entre los objetos antiguos, los marcos, los platos, las postales. A veces encontraba algo pequeño para llevarme a casa, otras simplemente disfrutaba del ambiente. A veces lo acompañaba con una limonada de frambuesa y me sentaba en algún banco del Jardín Nelson Mandela. O bajaba hasta el Sena y caminaba sin pensar, sólo por el placer de estar allí.
París se me revelaba en esos recorridos: en una escultura medio escondida, en una mujer del siglo XIX pintada al óleo, en una chaqueta desgastada en una tienda de segunda mano. Y entendí que no hacía falta entenderlo todo para emocionarse. Que a veces, ver también es pertenecer.
Lo bello como refugio (y no como escaparate)
Nunca entendí del todo el arte, pero aprendí a quedarme frente a un cuadro, aunque no supiera explicarlo. A mirarlo con la misma calma con la que me preparaba un café en casa.
Como si lo importante no fuera entender, sino acompañar.
A veces, me sentía así también conmigo: sin entenderme del todo, pero sintiendo que era buena compañía.
Esa costumbre se me fue colando en la rutina. Me gustaba que mi vida se pareciera a esos cuadros donde no pasa gran cosa, pero todo está en su sitio: la luz cayendo oblicua sobre un jarrón, el mantel con una arruga bonita o el rostro de alguien que no hace nada. Cada detalle parece insignificante, pero le da sentido al conjunto, como mis rituales en los días en los que no hacía gran cosa, más que quedarme sola en casa.
Había días en los que me despertaba sin planes. Me duchaba despacio, me ponía perfume aunque no fuera a salir —Versace Crystal Noir si quería algo denso, Libre Intense si el día era más teatral—. Me cortaba el flequillo delante del espejo del pasillo (con cuidado de no manchar el suelo). Elegía una taza bonita – solía elegir una que me había regalado mi mejor amigo - preparaba el café con espuma, lo dejaba reposar un segundo antes del primer sorbo. A veces lo tomaba en el jardín, aún en bata. Pero la mayoría de veces me duraba toda la mañana, muchas veces lo perdía por casa y cada vez que lo encontraba le daba un sorbo.
Salía a comprar pan a la boulangerie del barrio. Me gustaba vestirme bien para ese gesto mínimo, como si el día mereciera su propia ceremonia. Me ponía un vestido bonito, un abrigo que me envolvía bien, y aunque el pelo aún estuviera algo húmedo, me pintaba los labios con cuidado y me daba un toque de color en las mejillas.
Como si el ritual importara más que el destino.
A veces, cuando entraba, la panadera me decía con una sonrisa: “Alors, ma belle, toujours ton p’tit pain au chocolat, hein? Et ton accent s’améliore, dis donc !” (Bueno, guapa, tu panecillo de chocolate, ¿eh? ¡Y ese acento, cómo mejora!). Me hacía reír. Asentía como si fuera parte de una escena que se repetía con gusto.
Volvía a casa despacio, con el pan caliente en una mano y mi pequeño dulce francés en la otra, desayunando por la calle, sintiéndome parte del paisaje. A veces, al darle un mordisco, el rojo del pintalabios se quedaba en la servilleta, o manchaba ligeramente el hojaldre. Me gustaba ese rastro: como si también los gestos cotidianos tuvieran su forma de dejar huella.
En casa, cocinaba sin prisa. Si me tocaba un día nostálgico, preparaba albóndigas con arroz y tomate, como las de los domingos en familia, con ese olor que empieza a sentirse en el pasillo antes de que el plato llegue a la mesa. Si tenía el día francés, abría aquel libro de recetas que me regalaron y elegía algo reconfortante: una tartiflette bien cremosa o un bœuf bourguignon que dejaba hacerse solo, burbujeando lento mientras sonaba Shakira de fondo. Me gustaba cocinar con música, como si al remover con la cuchara también estuviera ordenando el corazón.
Por la noche, encendía una vela. Una de esas que puse en unos candelabros antiguos con forma de ángel que encontré en un brocante. Me gustaban por su aire teatral, un poco kitsch. Los encendía como quien enciende una escena, como si ese gesto simple pudiera transformar el salón en un lugar sagrado.
Y sí, también había días de pijama, de poco salir de la cama, de series con los auriculares puestos y alguna llamada a mis padres o a mis amigos antes de hacer el skincare y dormirme pensando que, al final, no todo tiene que brillar para estar bien.
Pero incluso en esos días más apagados, había algo que me sostenía: la belleza, no como escaparate, sino como refugio.
Como una manera de estar conmigo sin exigencias, de crear una intimidad sin público. Como un lenguaje secreto entre yo y mis objetos, entre yo y mi habitación.
Como si todos esos pequeños gestos —el perfume, las flores, el café, una receta— fueran formas de recordarme que merezco vivir bonito, aunque nadie esté mirando.
Lo que se suponía que deberíamos estar haciendo
Sí, había amigas.
Había noches eternas en las que corríamos para ver parpadear la Torre Eiffel desde Trocadero. Había mensajes de “¿te bajas?” y copas improvisadas en el piso de alguien. Había fotos con filtro parisino para Instagram, desayunos largos en la calle y planes que se encadenaban hasta que alguien decía “vale, última copa y me voy de verdad”.
Pero también había otra parte. La de los días sin plan, sin ruido.
Un café caliente que cogía en Cuvée Noire y me llevaba a un parque con un libro que leía a ratos, porque a veces me distraía mirando a mí alrededor.
Un bocadillo que me sabía mejor sentada en un banco que en cualquier restaurante. Un perfume que me ponía sólo para estar en casa.
La calma de pasar la tarde sola sin tener que explicarlo.
Y ahí, en ese vaivén entre lo compartido y lo íntimo, fue que empecé a entender algo: No estaba enamorada, no tenía planes, no sabía si me quedaría. Pero me gustaba cómo me sentía cuando cruzaba sola el Sena, como si la ciudad —o al menos ese puente— me diera permiso para estar ahí, sin tener que demostrar nada.
Me paraba a mirar el agua, con las manos en los bolsillos y los auriculares puestos, como si estuviera dentro de una escena que sólo yo veía.
No recuerdo todos los días que pasé en París.
Pero recuerdo perfectamente cómo se sentía mirar el mundo desde una silla de madera en el 6ème, con el café entre las manos.
Y por un momento, eso bastaba.
- Un artículo de Andrea Hernández -
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