Un ensayo sensorial sobre lo que cargamos, lo que dejamos y cómo habitamos lo cotidiano.
Hay días en los que salgo de casa con la sensación vaga de que me estoy olvidando de algo, pero la verdad es que casi siempre lo llevo todo (y más). Todo lo mío, lo literal y lo simbólico. Todo lo que cuando voy a trabajar a alguna cafetería necesito de forma urgente, y lo que no. Todo sin lo cual no sería del todo yo.
En este Longchamp vintage hay un ordenador portátil, sí, pero también dos agendas, porque sigo creyendo que, si lo escribo a mano, lo recordaré mejor.
Un libro que meto en el bolso como recordatorio de que quiero retomar mi hábito de lectura. Hoy ha tocado The Bell Jar, de Sylvia Plath. Y en él, una frase que he subrayado esta semana:
“I took a deep breath and listened to the old brag of my heart. I am, I am, I am.”
Llevo también un estuche que no es especialmente bonito, pero que guarda esa idea de orden que me gusta imaginar que tengo. Aunque a menudo no sea cierta.
La cartera probablemente pesa más de lo que debería, pero no por las monedas, sino por lo que guarda.
Los billetes de metro de ciudades donde viví, como si aún pudiera subirme a esos trenes; una tarjeta cliente de una tienda de vinos de París que ya no uso, pero conservo de todas formas. Por si acaso. Por recuerdo.
Y hay también una foto de mi familia materna que no sé si mi madre sabe que llevo, pero que está ahí desde hace años, guardada con cuidado, como si se tratara de una promesa.
No importa cuántas veces cambie de bolso, ni si es pequeño o grande, siempre la paso de uno a otro, como si me llevara conmigo una parte de casa, incluso cuando no sé muy bien hacia dónde voy.
En otro rincón está la cámara digital.
A veces hago fotos sólo para mí, otras las guardo para Purcuapà Magazine, porque me parece que ese tipo de belleza —la de lo casual, lo cuidado— es la que merece estar aquí.
Y un neceser donde siempre hay lo mismo:
Una cajita con espejo que me regaló mi tía, un desodorante pequeño, un lip combo, un delineador, una caja de lentillas. También hay dos cremas de manos (porque siempre me olvido de que ya llevo una y meto otra antes de salir de casa), un protector solar y, por supuesto, el pintalabios del día: hoy uno rojo de Saint Laurent, el rojo perfecto, con el nombre ya borrado de tanto usarlo.
Me lo puse esta mañana, justo después del perfume.
Ese es otro gesto que no falta nunca: antes de salir, Versace Crystal Noir. En talla normal, porque aunque sepa que podría llevar la minitalla, ya he desistido.
Me lo pongo justo antes de cerrar la puerta, y luego va directo al bolso.
No sé si lo uso durante el día. Muchas veces no. Pero me gusta saber que está ahí.
También están los auriculares, enredados como siempre. Estos últimos días han reproducido sin descanso el disco Pies Descalzos de Shakira. Estoy aquí queriéndote, ahogándome… Algunas letras ya no me representan, pero me devuelven una versión mía que sí lo hacía. Aunque le doy una semana y lo habré aborrecido.
Y una pinza en forma de flor enganchada al asa del bolso. Siempre llevo una; no importa qué bolso sea, siempre hay una pinza. Últimamente me ha dado por las de forma de flor. Me hace gracia cómo algo tan simple puede cambiar todo un look.
Al fondo, un labubu feo.
No lo llevo por bonito.
Lo llevo porque me hace reír.
Y eso, últimamente, me parece suficiente motivo para guardar algo.
En las notas del móvil guardo una frase de Carson McCullers: “We are homesick most for the places we have never known.” La guardé porque no quiero perder nunca esa sensación, la de estar buscando casa en las cosas pequeñas.
Y un vídeo de mi gata bostezando al sol. No lo he publicado, porque hay cosas que son demasiado mías para convertirlas en contenido.
Ninguna de estas cosas está ahí por azar, aunque lo parezca. Todas ellas, por separado y en conjunto, son mi forma de estar en el mundo cuando salgo de casa. Mi pequeño teatro portátil. Como si el bolso, más que un accesorio, fuera una pequeña biografía.
La mía.
La estética de lo duradero
Cada cosa en este bolso está ahí por un motivo. No es por estética (aunque un poco sí), sino porque me acompaña desde hace tiempo. Porque, aunque tenga una versión más nueva o más práctica, esta sigue pareciéndome más mía.
Una pinza en forma de flor (o de carey) deja de ser sólo una pinza si la he llevado tantas veces que ya forma parte de mí, del gesto automático con el que me recojo el pelo al final del día.
El perfume lo podría cambiar, claro. Pero entonces perdería algo más que el frasco, perdería el ritual de ponérmelo antes de salir y meterlo al bolso, de saber que está ahí, aunque no lo use.
Y el neceser que no escogí por bonito, sino porque era de mi tía. O la cámara, que no es la mejor, pero se ha quedado porque me obliga a detenerme más a menudo.
A veces pienso en qué cosas seguirán conmigo dentro de cinco años.
No muchas, supongo. Pero quizá la pinza en forma de flor, seguramente la foto familiar. Tal vez incluso ese labubu feo que no tiene ningún sentido salvo que me hace gracia.
Porque al final no es tanto lo que llevas, sino cómo se nota que lo llevas contigo desde hace tiempo. Lo que se ha quedado. Lo que has escogido varias veces.
Y ahora que lo pienso, puede que también haya algo de fe en eso: en seguir eligiendo lo mismo. En dejar que algunas cosas me sigan acompañando aunque cambien mis días, mis horarios, mis rutinas e incluso mis ciudades.
Como si, sin llegar a decirlo, confiara en que voy a seguir siendo esa versión mía que guarda billetes antiguos, que mete un libro arrugado en el bolso, que usa el mismo perfume aunque ya no le huela igual y que mira la foto de su familia y sonríe.
Una forma pequeña —pero real— de tender un puente con quien todavía no soy, pero que quizá ya intuyo en mis gestos.
- Un artículo de Andrea Hernández -
0 Comentarios