Cuando la Navidad cambia: la magia que crece con nosotras

 Hay un momento, cada diciembre, en el que el mundo parece hacer un gesto hacia atrás. La luz se vuelve más baja, las calles respiran más lento y el invierno nos obliga a mirar dentro, como si supiera que la memoria también necesita su propia estación.

Y es entonces cuando aparece la pregunta silenciosa de todos los años: ¿Dónde se esconde ahora esa magia que de pequeñas llegaba sola?

Porque cuando eres niña, la Navidad brilla sin esfuerzo: está en las luces que parecen flotar sobre las calles, en la mesa puesta, en los rituales que tu madre sostiene sin que lo notes, 

en esa sensación de que algo maravilloso está a punto de ocurrir aunque no sepas exactamente qué.

Pero cuando creces, la magia cambia de sitio. Ya no cae del cielo: hay que construirla, invocarla, cuidarla. Y sin embargo, sigue viva —más suave, más íntima, más humana— en los pequeños gestos que eliges repetir cada año, en las tradiciones que decides mantener, en las manos que colocan despacio una guirnalda o en el abrazo que llega al final de un día largo.

Para mí, la Navidad siempre ha tenido el rostro de mi madre. 

Ella fue mi primer hogar mágico, la arquitecta silenciosa de todas las luces que recuerdo. Y ahora, ya adultas, seguimos haciendo juntas ese ejercicio consciente de traer la magia a casa: sorprendiendo donde podemos, cuidándonos, inventando rituales nuevos y protegiendo los antiguos, como si ambas supiéramos que ese es nuestro idioma secreto.

La Navidad cambia, sí. Pero quizá no pierde nada. Solo se transforma. Y al hacerlo, nos enseña algo esencial: que la magia no se recibe —se crea. Y que, cuando se hace con amor, nunca se apaga del todo. 

La magia que recordamos: la Navidad de cuando éramos pequeños

De niñas, la Navidad no había que buscarla: aparecía sola, como si el mundo entero conspirara para hacernos creer en lo imposible. 

Era abrir los ojos y sentir que el aire tenía otro brillo, que la casa olía distinto, que algo —aunque no supiéramos qué— estaba a punto de ocurrir.

Había detalles que entonces no entendíamos: las luces puestas antes de que oscureciera, 

las velas encendidas aunque fuese martes, 

el mantel especial que sólo veía la luz una vez al año.

Todo eso era obra, a menudo, de nuestras madres, que sostenían la magia con una dedicación casi secreta. Eran ellas las que convertían un salón cualquiera en un lugar sagrado, las que preparaban sorpresas sin pedir reconocimiento, las que nos enseñaban, sin palabras, que lo extraordinario también podía hacerse en casa.

Y nosotras, pequeñas y crédulas, 

recibíamos esa magia como si fuera un derecho natural: 

las historias junto al árbol, la emoción por las cartas escritas con letra temblorosa, los nervios al acostarnos sabiendo que el mundo cambiaría mientras dormíamos.

En esas Navidades de infancia no importaba el cansancio, ni el trabajo, ni el tiempo que faltaba o la gente que ya no estaba. La Navidad era un refugio luminoso, un ritual compartido, un mundo que siempre se abría para nosotras.

Y quizá por eso, ahora que somos adultas, todavía sentimos un pequeño pellizco cuando llegan estas fechas: una mezcla de nostalgia y ternura que nos recuerda quiénes fuimos… y quiénes seguimos siendo cuando miramos la Navidad con los ojos de entonces.

La magia que cambia, pero no desaparece

Hay un momento en la vida —no sabemos exactamente cuándo ocurre— en el que la Navidad deja de sentirse como antes. Ya no es sólo esperar regalos, ni contar los días en un calendario de cartón. 

Algo cambia: la magia ya no viene de fuera, sino de dentro. O de muy cerca.

El árbol ya no se monta solo, las luces no se colocan por arte de magia y la ilusión no siempre llega puntual. A veces incluso cuesta más —porque la vida pesa, porque los días corren, porque hay ausencias que duelen más en diciembre que en cualquier otro mes.

Y aun así, hay algo dentro de nosotras que se resiste a soltar esa chispa antigua. 

Ese impulso casi infantil de creer que las fiestas pueden devolvernos un tipo de paz que no sentimos en otra época del año.

A mí me pasó sin darme cuenta. Un diciembre cualquiera, mientras ayudaba a mi madre a poner las luces del salón, entendí que la Navidad no se pierde: se transforma. Se vuelve más suave, más íntima, más consciente. Ya no es el brillo del papel, sino el brillo de quienes siguen ahí. Ya no es correr por la casa, sino sostenernos en silencio cuando el año pesa. Ya no es esperar a que todo suceda, sino crear con nuestras manos lo que queremos sentir.

Con los años, mi madre y yo hemos hecho un pacto invisible: traer la magia a casa, aunque el mundo esté cansado. Sorprendernos, cuidarnos, poner la mesa bonita sin motivo, tener una charla larga con un café o una copa de vino como si tuviera poderes curativos. Y creo que ese gesto, tan sencillo como frágil, dice mucho de nosotras: sentimos fuerte, amamos con las manos llenas y no dejamos que la rutina apague lo que nos sostiene.

También es verdad que en Navidad se nota más quién falta. Hay sillas vacías que siguen haciendo ruido, recuerdos que aparecen como destellos al encender una vela. Pero incluso eso tiene su propia forma de luz: aprendemos a recordar sin que duela tanto, a brindar por quienes estuvieron, a celebrar que seguimos aquí.

Ser adulta no ha apagado a la niña que fui. Sobre todo en diciembre. En estas fechas vuelvo a ser esa versión pequeña que abre regalos despacio para que dure más, que mira las luces como si fueran estrellas domésticas, que cree que una casa puede llenarse de magia aunque fuera haga frío.

Pero ahora, además, soy también el sostén. La que cuida. La que acompaña. Y mi madre, que siempre fue abrigo, ahora también descansa un poco en mí. Somos dos mujeres que se quieren en doble dirección, que se sostienen sin perder esa ternura que antes sólo entendíamos desde un lado.

Y así, entre rituales que inventamos y otros que heredamos, entre risas que vuelven cada diciembre y silencios que también pesan, 

la Navidad se convierte en un lugar al que regresar. 

Un refugio de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que, ojalá, nunca dejemos de sentir.

Los rituales que heredamos… y los que siempre nos llevan de vuelta a casa

Hay rituales que no se inventan: vuelven. Como si conocieran el camino de memoria, regresan cada año para recordarte quién eres, de dónde vienes y a quién perteneces.

El año pasado, por ejemplo, mi madre trajo a casa un Caga Tió. Así, sin previo aviso, 

como quien trae un secreto antiguo en los brazos. 

Una tradición catalana que hacía años que no celebrábamos y que, de golpe, devolvió a la habitación ese olor a infancia que creías guardado para siempre en un cajón. Lo puso en el lugar de siempre y me miró con esa sonrisa de “sé exactamente lo que necesitas”. Y, como siempre, acertó.

También está la Noche de Reyes, que es nuestra desde que tengo memoria. Da igual los años que pasen, los cambios, las ciudades donde haya vivido: ese 5 de enero siempre soy su niña. La emoción sigue siendo la misma —quizá más suave, quizá más consciente—, pero el gesto es idéntico: la felicidad expectante de quien aún cree en lo maravilloso.


Y luego está Fin de Año, que desde hace tiempo es un puente entre dos mundos. Lo celebro con mi padre —nuestra cena, nuestro brindis, nuestras tradiciones—, las uvas que siempre preparamos juntos con esa mezcla de ilusión y la mala costumbre de casi quedarnos dormidos antes de las campanadas. Y cuando pasa la medianoche, cuando ya hemos cruzado el umbral del año nuevo, voy a ver a mi madre. Siempre. Es como si con él cerrase el año y con ella lo empezara. 

Como si necesitara los dos latidos para que el calendario encaje.

Y desde hace algunas Navidades, hay un gesto íntimo que ya es nuestro: voy al radiocasete que era de mi abuelo, abro la tapa con el mismo cuidado que si fuera un relicario, y pongo un disco de villancicos de Manolo Escobar, el mismo que sonaba en casa de mis abuelos 

mientras yo correteaba sin darme cuenta de que aquello también era magia. 

Antes era sólo “la música de fondo”; ahora es el gesto consciente que guardo entre mis manos. Y mientras suena esa voz antigua, mi madre y yo cocinamos juntas, con una copa de vino que se ha vuelto una incorporación reciente, casi un brindis secreto por todo lo que hemos vivido y por lo que seguimos eligiendo celebrar.

Esos rituales, pequeños o enormes, improvisados o heredados, son la brújula que me devuelve a casa incluso cuando estoy lejos. Me recuerdan que la magia de la Navidad no se pierde: cambia de forma, crece contigo, se mueve de un lado a otro, te sigue. Y sobre todo, se mantiene viva cuando hay alguien que insiste en cuidarla contigo.


- Un artículo de Andrea Hernández - 



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