Creatividad: ¿disciplina que se entrena o jardín que se cuida?

Un ensayo sobre cómo sostener la inspiración sin perderse a una misma.

Había abierto el portátil. Había preparado el café de cada mañana con espuma bonita. Había puesto la playlist de siempre, esa que a veces funciona. Pero nada. Ninguna idea. Ninguna frase. Sólo un cursor parpadeando, como si me mirara en silencio, esperando algo que yo no tenía. 

Pensé en todo lo que había leído sobre “rutinas creativas”, sobre “ponerse a ello”, sobre “la inspiración te pilla trabajando”.  Me puse a ello. No pasó nada.

Entonces me pregunté: 

¿la creatividad se entrena como un músculo o se cultiva como una planta que necesita espacio?

¿Qué entendemos por creatividad, en realidad?

A veces tengo la sensación de que hemos atado la creatividad a la productividad, como si fueran inseparables. Como si todo lo que hacemos tuviera que tener un destino claro. Un uso. Un porqué. Tuviese que ser medible, posteable, vendible, viralizable.

Pero cada vez tengo más claro que la creatividad no siempre quiere ser útil y que tampoco es obligatoriamente una meta. A veces lo creativo sólo quiere existir. 

La creatividad no siempre llega con fanfarria. A veces entra descalza, sin hacer ruido. 

Está en cómo combinamos la ropa sin pensarlo demasiado. En elegir una taza bonita para el café de la mañana. En una frase bonita que le dices por casualidad a tu amiga y se queda contigo todo el día. En cocinar con lo que hay y que de pronto salga algo rico.

Quizá por eso a veces se esconde: porque la atamos demasiado al deber, porque le exigimos rendimiento.

Pero cuando dejamos de pedirle resultados, vuelve. 

En voz baja, sin alardes. 

Como una planta que crece si la dejas en paz.

La parte que sí se puede entrenar

Y aun así, hay días en los que me esfuerzo por hacerle sitio. Aunque no venga sola. Aunque no parezca el momento. Aunque no sienta nada especialmente inspirador.

Porque si bien la creatividad no siempre quiere ser útil, sí necesita que estemos disponibles. Y a veces eso también se entrena. Como un músculo suave que no se marca, pero se resiente cuando llevas tiempo sin moverlo.

No hablo de forzar nada. Ni de convertir la creatividad en una obligación más. Pero sí he aprendido que hay gestos pequeños que, sin exigirle nada, la invitan a quedarse un rato más.

Escribir aunque no tenga nada que decir. Salir a caminar sin rumbo, sin podcast, sin excusas. Cuidar ese espacio íntimo donde algo puede ocurrir, o no, pero al menos tiene permiso.

No lo llamaría disciplina, porque me suena a rigidez. Pero hay algo parecido a la constancia. Una especie de rutina leve, sin castigo ni presión, que me recuerda que la creatividad no siempre llega sola… pero casi siempre vuelve si le abres la puerta con calma.

La parte que sólo quiere que la cuiden

También hay una parte de la creatividad que no se entrena. Que no responde a horarios ni se presenta cuando la llamas. Una parte que se esconde si la empujas demasiado… pero que florece si le das aire.

Creo que esa parte se alimenta de lo que no parece importante: de paseos lentos, de conversaciones sin meta, de una peli bonita un martes por la tarde e incluso de dejarte sola un rato sin sentir que estás perdiendo el tiempo.

A veces las mejores ideas no llegan frente al portátil, sino mientras riegas las plantas o preparas la cena con la música bajita. 

A veces aparece en medio de una risa tonta con amigas, o justo cuando estás a punto de dormirte y no sabes si lo que acabas de pensar es una tontería… o lo mejor que se te ha ocurrido en días.

La creatividad, cuando no tiene prisa, tiene magia. Se cuela por los resquicios. Se esconde en los gestos mínimos. Y si no estás muy pendiente, puede que ni te enteres de que ha pasado por ahí.

Por eso intento recordarme que no todo tiene que producir algo. Que a veces basta con vivir bonito, con estar presente, con mirar el mundo sin exigirle que me devuelva nada.

Porque es en esos ratos sin plan, sin propósito, sin rendimiento… donde la creatividad vuelve a ser lo que era al principio: una forma de jugar, de explorar, 

de sentirte un poco niña, un poco bruja, un poco libre.

Y lo que, sin querer, apaga la chispa

Hay cosas que no matan la creatividad de golpe. No es que un día se te acaben las ideas y ya está. Es más bien un desgaste suave, invisible. Casi como cuando una vela se va consumiendo sin que te des cuenta.

A veces es la prisa: ese ritmo constante de hacer, entregar, publicar, responder, seguir. Otras veces es la falta de espacio. No tener tiempo para aburrirse, ni para mirar por la ventana sin propósito. Y luego está la exigencia. La tuya, sobre todo. Esa voz que te dice que deberías estar creando más, que todo lo que haces debería servir para algo. Que si no hay resultado, entonces no cuenta.

Y entonces, sin querer, lo que antes era juego empieza a sentirse como una tarea. Lo que antes era impulso empieza a parecer una obligación. 

La creatividad, que no lleva bien las presiones, empieza a esconderse.

No es que desaparezca. Pero se va haciendo más tímida. Más frágil. Y tú empiezas a preguntarte si todavía está ahí. Si volverá. Si es normal sentirse así.

Con el tiempo he entendido que la chispa no se apaga de golpe. Se va apagando poco a poco, cuando todo a tu alrededor pide rendimiento, constancia, utilidad. Y cuando tú misma empiezas a creértelo.

Una forma de estar

Cada vez me convenzo más de que la creatividad no es una meta, ni una habilidad, ni algo que se mide por resultados.

Es una forma de estar, una forma de mirar y, sobre todo, una forma de escucharte.

Hay días en los que se activa con una frase brillante, una idea repentina, un fogonazo. Y otros en los que se presenta bajito, envuelta en gestos que no parecen creativos, pero lo son: ordenar los libros, cambiar las sábanas, escribir un mensaje bonito a alguien que lo necesita.

Creo que no se trata tanto de ser más creativa, sino de hacerle espacio. No para exigirle nada, sino para que vuelva cuando quiera. 

Como quien pone una silla en la ventana por si entra el sol.

Y a lo mejor, la próxima vez que llegue —sin hacer ruido, sin prometer nada—, no hará falta atraparla. Sólo estar ahí. Presente. Con una taza de café y esa sensación tranquila de que no todo tiene que brillar para ser real.

¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que creaste algo sin buscarle utilidad, sin pensar en nadie más, sólo porque sí?


- Un artículo de Andrea Hernández - 


0 Comentarios

FIND US ON INSTAGRAM @PURCUAPA.MAGAZINE