Las estatuas que respiran: Oviedo y el arte de quedarse

En Purcuapà Magazine creemos en las ciudades que no sólo se recorren, sino que se escuchan. Oviedo es una de ellas.

Una ciudad que huele a lluvia recién caída, que guarda los secretos en la piedra y que, cuando cae la niebla, parece flotar entre el tiempo y la leyenda.

Caminar por Oviedo es entrar en una conversación antigua. Las calles empedradas murmuran historias de reyes, de monjes fundadores, de un pequeño monasterio que en el siglo VIII se transformó en capital del Reino de Asturias.

Aquí empezó la idea misma de una patria, con Alfonso II el Casto construyendo templos donde antes sólo había silencio.  Pero más allá de su historia política, lo que hace única a esta ciudad es su mirada detenida: 

las decenas de esculturas que la habitan como si fueran guardianas de otro tiempo.

Y mientras andas, tienes la sensación de que ellas te observan —no para juzgarte, sino para reconocerte, como si también tú formases parte de su memoria.

Ciudad con alma de piedra y ternura de lluvia

Oviedo nació pequeña, casi por accidente. Dos monjes —Máximo y Fromestano— levantaron aquí un monasterio en el siglo VIII, buscando silencio y altura. Cuentan que eligieron el lugar porque el aire olía distinto: húmedo, limpio, como si ya guardara promesas.

De aquel refugio nació una ciudad. 

Primero fueron las campanas, luego las casas, después los caminos que unían la montaña con el mar.

Oviedo nunca se pensó grande. Por eso, en lugar de expandirse, aprendió a conservar. 

A cuidar lo que envejece bien. A hablar bajito, incluso cuando tiene historia de sobra para gritarla.

Conserva la luz oblicua del norte —esa que no deslumbra, pero acaricia—, los portales que huelen a madera mojada y a sopa reciente, los relojes que marcan una hora más lenta, el sonido de las palomas sobre el tejado de la catedral.

Algunos dicen que bajo el empedrado aún laten las piedras del antiguo monasterio, que por las noches se oye una campana sin dueño y que cada vez que la niebla baja hasta el Fontán, los viejos monjes pasean sin prisa, revisando que todo siga en su sitio.

Quizá por eso, más que ciudad, Oviedo parece una promesa que alguien decidió cumplir despacio. 

No busca deslumbrar: se deja mirar, con la ternura serena de quien sabe que el tiempo también puede ser un abrigo.

La ciudad que mira

En otras ciudades, las estatuas se esconden en los museos. En Oviedo, viven a la intemperie. Respiran el mismo aire que los transeúntes, se mojan con la misma lluvia fina, se confunden con las sombras de los paraguas.

Están en las plazas, en los cruces de calles, entre jardines donde el musgo sube sin prisa. No son adorno sino compañía. Presencias calladas que parecen saber más de la ciudad que cualquiera de nosotros.

Algunas vienen del pasado —reinas, lecheras, viajeros—; otras parecen soñadas por un escultor que aún escucha las campanas del Naranco. Cada una guarda algo: una historia, un rumor, una nostalgia distinta.

Dicen que, cuando los bares apagan sus luces y el aire huele a castañas y piedra mojada, las estatuas respiran bajito. Y si te detienes lo suficiente, puedes escuchar su lenguaje: 

un murmullo leve, antiguo, que parece decir que el tiempo, en Oviedo, nunca pasa del todo.

La Regenta, la mujer que observa

En la plaza de la Catedral, donde el aire huele a incienso y piedra húmeda, La Regenta sigue mirando. Su figura parece envuelta en una luz que nunca termina de ser día ni noche, como si la niebla la hubiera elegido para quedarse.

Lleva más de treinta años observando el vaivén de turistas y fieles, el paso lento de los feligreses que entran en la catedral donde Clarín situó su historia. Pero su mirada no es de bronce: es de paciencia. Ana Ozores parece saber algo que los demás hemos olvidado, algo sobre el deseo, la culpa y esa melancolía que aún flota sobre Vetusta.

Dicen que quien se detiene frente a ella, aunque sea un instante, siente un escalofrío suave, como si la novela despertara bajo la superficie del metal. Y algunos ovetenses aseguran que, si pasas por detrás de la estatua al anochecer, se oye un leve suspiro —el eco de una mujer que nunca terminó de irse.

La Regenta no sólo observa: espera. Y en su quietud, sostiene el alma de una ciudad que, como ella, ha aprendido a mirar sin decirlo todo.

El viajero sin rostro

En la plaza de Porlier, donde las fachadas barrocas parecen susurrar historias y el olor a café se mezcla con la lluvia, El viajero —obra de Eduardo Úrculo— espera. No mira a nadie, no dice nada. Sólo está ahí, con el sombrero inclinado y el abrigo inflado por un viento invisible, como si acabara de llegar o estuviera a punto de marcharse. 

No tiene rostro, pero tiene algo más difícil de esculpir: presencia. En su figura cabe todo aquel que alguna vez se ha sentido entre dos lugares, entre el deseo de volver y la necesidad de seguir caminando. Por eso me siento especialmente atraída por él, supongo. 

Dicen que representa al propio Úrculo, eterno nómada, pero también al alma de la ciudad: ese modo tan ovetense de moverse sin hacer ruido, de irse sin irse del todo. Algunos aseguran que en las noches frías, cuando el viento baja del Naranco, el abrigo del viajero se agita levemente. 

Como si el bronce recordase cómo era viajar, o como si Oviedo le susurrara: "Quédate un poco más".

Mafalda y la inocencia que resiste

En el Campo San Francisco, ese pulmón verde y melancólico que late en el centro de Oviedo, hay una figura pequeña que sonríe y hace sonreír a todo aquel que se encuentra con ella. Es Mafalda, la niña argentina que Quino dibujó para recordarnos que 

el mundo puede ser cuestionado con ternura.

Sentada en un banco, con los pies colgando y la mirada atenta, parece leer el silencio del parque. Las hojas caen a su alrededor como si fueran páginas, y a veces los niños que pasan se sientan a su lado sin saber muy bien por qué, sólo porque se siente bien hacerlo. Confieso que yo llevo haciéndolo desde que era una niña curiosa e inquieta. Sigo haciéndolo a día de hoy, como si la estatua protegiera mi infancia. 

Llegó en 2014, y desde entonces se ha vuelto parada obligada —foto, sonrisa, recuerdo—. Pero su presencia guarda algo más profundo: Oviedo protege la inocencia. En una ciudad de catedrales, reyes y santos, ella recuerda que también hay espacio para la risa, para la ironía amable, para lo cotidiano.

Mafalda no mira al pasado ni al futuro. Mira justo aquí: el presente, ese lugar donde todavía es posible sentarse a pensar sin prisa, bajo un árbol, sin perder la curiosidad.

El regreso de Williams B. Arrensberg

Muy cerca, entre árboles que saben guardar secretos y bancos de hierro que han visto pasar todas las estaciones, descansa uno de los personajes más enigmáticos de la ciudad: El regreso de Williams B. Arrensberg, también obra de Eduardo Úrculo.

Sentado sobre su maleta, con el sombrero ligeramente ladeado, mira hacia el cielo como quien busca una señal o un recuerdo.

Eduardo Úrculo lo imaginó así: en el instante exacto del regreso, cuando aún no sabes si perteneces al lugar al que vuelves o al que dejaste atrás. Pero en Oviedo —ciudad que nunca olvida del todo—, el viajero parece no haber partido jamás. Quizá lleva esperando desde siempre, o quizá su regreso es apenas una excusa para quedarse mirando el mundo desde otro tiempo.

A su alrededor, la vida sigue: niños que corren, parejas que se hacen fotos, ancianos que descansan en los bancos cercanos. Y él, inmóvil, parece escuchar el murmullo de todo eso, como si reconociera en el sonido cotidiano la música del hogar.

Cuando cae la tarde, las farolas encienden una luz dorada sobre su maleta. 

Y por un momento, da la impresión de que podría levantarse, sacudir el abrigo y seguir caminando. 

Aunque, tal vez, ya esté exactamente donde quería volver.

La Maternidad: la ternura monumental

En el centro de Oviedo, entre el rumor del tráfico y el aire húmedo del norte, La Maternidad de Botero parece seguir abrazando el mundo. No tiene prisa, ni vanidad: sólo esa calma perfecta que tienen las cosas que existen porque sí.

Una madre sostiene a su hijo sobre el muslo, con una dulzura tan sencilla que duele un poco mirarla. 

Sus cuerpos, generosos, parecen decir que el amor también puede ocupar espacio, que la ternura no siempre es frágil.

Los ovetenses la llaman simplemente La Gorda. “¿Nos vemos en La Gorda?”, dicen, y el apodo, lejos de restarle belleza, la vuelve más suya, más cercana. Se ha convertido en punto de encuentro, en refugio bajo la lluvia, en banco improvisado para quienes descansan un minuto de la ciudad.

A veces, cuando el cielo se tiñe de gris y el bronce brilla como si tuviera piel propia, parece que ella respira. 

Y en ese instante silencioso, parece sostener no sólo a su hijo, sino a toda Oviedo.

Otras voces de bronce y lluvia

Pero no está sola. Oviedo está poblada de mujeres de bronce que parecen recordar lo que el tiempo intenta olvidar. Algunas trabajan aún sin moverse, otras esperan, otras simplemente miran.

En el Fontán, Las vendedoras conservan en el gesto el rumor del mercado antiguo. Sus manos detenidas aún sostienen el peso de los cestos, el cansancio dulce de las aldeanas que bajaban de la montaña con la aurora en el rostro y las manos rojas por el frío. A su alrededor, las palomas se posan sin miedo, los niños corren, las conversaciones se mezclan con el aire: 

y ellas siguen ahí, como guardianas del trueque, de la vida sencilla, del trabajo hecho con orgullo.

Hay en su silencio una fuerza que no se marchita. Mirarlas es oír una voz antigua que dice: aquí estuvo el origen.

Más allá, entre los árboles del Campo San Francisco, La Tormenta sostiene un paraguas que nunca se cierra. La lluvia le cae encima con la naturalidad de quien ya no intenta huir. Tiene el gesto tranquilo, casi resignado, pero hay algo hermoso en esa calma: parece aceptar el agua como parte de sí.

A su alrededor, la ciudad sigue su ritmo —gente que pasa, paraguas que se cruzan, pasos que salpican—, pero ella permanece. 

En su figura hay una lección pequeña y silenciosa: que también se puede vivir bajo la lluvia sin dejar de ser luz.

Cada figura es un pequeño milagro cotidiano, una historia detenida pero viva. Juntas forman un coro silencioso que respira entre piedra y musgo, una constelación de cuerpos que cuentan quiénes fuimos y quiénes seguimos siendo. Porque al final, caminar por Oviedo es también caminar entre ellas: las que miran, las que esperan, las que resisten.

Las que, aun hechas de bronce, siguen teniendo corazón.

Oviedo, la ciudad que sueña despierta

Dicen que el alma de Oviedo es femenina: paciente, luminosa, resistente. Que cada estatua es una versión suya, multiplicada en el tiempo. Que cuando la lluvia toca el bronce, las figuras parpadean.

Y si alguna vez subes al Monte Naranco, donde las iglesias prerrománicas miran a la ciudad desde lo alto, entenderás por qué: Oviedo no pertenece al pasado, pertenece al recuerdo.

Se deja visitar, pero nunca se deja olvidar.

Caminar por Oviedo es recorrer un sueño sólido. Las esculturas no están ahí para ser vistas: están ahí para mirarte de vuelta. 

Te preguntan de dónde vienes, qué esperas, qué has perdido. Y cuando te alejas, siguen ahí, inmóviles pero vivas, como si guardaran tus respuestas en secreto.

Porque al final, Oviedo no se explica, se siente. Y entre todas sus presencias silenciosas, las estatuas siguen respirando, recordándonos que lo inmóvil también tiene alma.


- Un artículo de Andrea Hernández - 


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