Barcelona que se quedó en mí

Un ensayo sobre los bares, las rutinas y los amigos que hicieron ciudad y hogar al mismo tiempo.

En Purcuapà Magazine creemos en las ciudades que te moldean sin proponérselo. Barcelona fue la mía durante seis años, y aunque ahora la mire desde la distancia, sigue apareciendo en mis rutinas como si nunca me hubiera ido. No son las postales ni los monumentos los que recuerdo con más fuerza, sino lo pequeño: un “¿a qué hora habíamos quedado?” escrito deprisa en el móvil, una cena en casa, un paseo lento por Carrer Tallers sin rumbo fijo. 

Fue ahí, en esos gestos mínimos, donde la ciudad se me quedó grabada.


El “vente” que aún resuena

Había algo en esa facilidad para encontrarse. Un “vente” bastaba para llenar la casa de risas, de platos desparejados, de velas encendidas aunque no hubiera motivo especial. Siempre preferí que vinieran a mi casa: me gustaba abrir la puerta, escuchar el timbre seguido de voces conocidas, sentir que la vida se cocinaba en común. 

En esa época descubrí que la amistad también puede tener forma de refugio: colchones tirados en el suelo para quien se quedaba a dormir, sofás demasiado pequeños que se hacían suficientes, conversaciones que todavía hoy me devuelven a esas habitaciones llenas de gente. Esos amigos siguen siendo, todavía hoy, parte del sostén que me mantiene en pie, aunque las llamadas crucen kilómetros y los planes improvisados se reduzcan a mensajes de madrugada.

Barcelona fue nuestra escuela de amistad inmediata, de vínculos que no necesitan ceremonia para celebrarse, de ese lenguaje secreto donde 

un “¿desayunamos mañana?” podían significar “te necesito” sin que nadie tuviera que explicarlo.

El vaivén hacia mi pueblo

Recuerdo las idas y vueltas a Guissona los fines de semana. El tren como un puente entre dos formas de vida: la ciudad que me hacía correr y el pueblo que me enseñaba a frenar. Allí el café volvía a ser café con leche en vaso y todo se hacía más reconocible.

A veces no me apetecía coger ese tren —la maleta, el cansancio del viernes, las horas que parecían eternas—, pero lo hacía igual. Lo hacía por ver a mi familia, por estar en el pueblo, pero también porque, en el fondo, sabía que era un privilegio que no duraría siempre. Tal vez mi subconsciente intuía que aquella era la última etapa en la que podía permitirme esa frecuencia, antes de que la vida adulta real me arrastrara con su vorágine y los viajes se volvieran menos posibles, más esporádicos, más excusados.

Volver cada semana era como ponerme frente a un espejo distinto: el de quien recuerda de dónde viene y, al regresar a Barcelona, comprende mejor por qué se queda. Ese vaivén entre el pueblo y la ciudad me enseñó a moverme entre dos ritmos, a 

sostener identidades que parecían contrarias pero que, en realidad, me completaban.

Calles que se volvieron propias





Barcelona me reveló también la belleza de sus calles secundarias. Carrer Tallers fue uno de mis recorridos favoritos: entrar en tiendas de segunda mano con abrigos que guardaban otras historias, rebuscar entre vinilos que parecían esperar una segunda oportunidad, 

abrir libros subrayados que todavía conservaban secretos ajenos. 

Nunca buscaba nada concreto y, sin embargo, siempre salía con la sensación de haberme llevado un fragmento de otras vidas.


Había noches en casa con vino barato, largas conversaciones que se desbordaban sobre la mesa, y otras que acababan en la Ovella Negra, entre jarras enormes y un ruido que a veces molestaba y otras acompañaba. También había noches más fancy, como las que empezaban en El Nacional, con sus luces altas y ese aire de gran escenario donde de pronto nos sentíamos un poco más mayores de lo que éramos. Ahora solemos ir a bodegas a probar un buen vino, o a terrazas donde el aire circula distinto, con otra calma. Me sigue dando nostalgia pensar en aquellas vueltas a casa en metro, con el cansancio en los hombros, la música en los auriculares y ese gesto de abrir la puerta despacio, vigilando de no hacer ruido al entrar, 

como si la ciudad entera se hubiera quedado pegada a mí.

Al principio, nuestras mañanas se resolvían en un 365: cafés baratos, bollería recién sacada y esa sensación de que lo importante era estar juntos, no el lugar. Con el tiempo, fuimos cambiando a cafeterías de especialidad, donde la espuma del flat white parecía darnos un aire distinto, como si hubiéramos crecido un poco sin darnos cuenta. Pero guardo cariño a esas mesas en las que cabía todo: el cansancio de un examen, los planes de un viaje, la risa inesperada de un lunes cualquiera.
Plaça Catalunya era nuestro lugar de cruce. No hacía falta concretar demasiado: decías “nos vemos ahí” y tarde o temprano alguien aparecía, 

como si la plaza supiera juntar caminos. 


Era punto de partida y de regreso, un reloj sin agujas que nos ordenaba sin que lo pensáramos.

El Cèntric cambió de manos y me da una nostalgia rara, 

como cuando descubres que algo tuyo sigue existiendo pero ya no es lo mismo.

Sigo yendo a la terraza de La Central, que me reconforta, aunque ahora mis cafés se repartan por otros rincones. En esas mesas todavía siento el murmullo de aquellos días en que todo parecía por estrenar: la ciudad, las amistades, incluso yo misma.


Barcelona fue también esa constelación de mesas pequeñas donde aprendí a contarme y a escuchar a los demás.

Cerrar la puerta sin irse del todo

Al final, lo que me forjó no fueron los edificios ni las postales, sino los gestos que todavía arrastro conmigo: bajar persianas a medias para que la luz entre suave, abrir la puerta a los amigos aunque no hubiera plan, caminar manzanas del Eixample para ordenar los pensamientos. Aprendí a improvisar cenas con lo que hubiera en la nevera, a alargar sobremesas, a encontrar belleza en rutinas que parecían insignificantes. 

Barcelona me enseñó que una vida se construye así: con costumbres compartidas, con vínculos que se encienden en lo cotidiano, con calles que se vuelven propias cuando decides habitarlas de verdad.

Ya no vivo allí, pero la ciudad me acompaña en lo que hago sin pensarlo: en una receta, en un paseo, en un “¿cuándo nos vemos?” que todavía escribo a los amigos de siempre. Quizá pertenecer no sea quedarse para siempre, sino aceptar que una parte de ti seguirá en ese lugar. Y mi parte, lo sé, sigue ahí: en una mesa pequeña de algún bar, con un café en vaso y el murmullo de Barcelona latiendo de fondo.

- Un artículo de Andrea Hernández - 


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